01 octubre 2011

Construcción política, acuerdos posibles y procesos de cambios

La Presidenta y la unidad nacional
Por Edgardo Mocca



Una vez más, esta semana, la Presidenta insistió en la necesidad de abrir, después de la elección de octubre, una instancia de diálogo amplio y discusión de ideas. Desde el discurso del acto popular y juvenil del año pasado en la cancha de Huracán, la propuesta se ha convertido en una referencia sistemática en los mensajes presidenciales.
Estamos ante una nueva puesta en escena de la vieja cuestión de la unidad nacional, lo que habilita reflexiones y especulaciones sobre el lugar que ocupa la invocación, en el contexto de una política nacional altamente polarizada en los últimos años. El kirchnerismo representó hasta aquí un capítulo agonal de nuestra historia democrática. El derrumbe argentino de fines de 2001constituyó su prólogo político y es desde esa genealogía crítica como mejor se explica no solamente el estilo sino también la hoja de ruta práctica de los dos gobiernos de ese signo político. Néstor y Cristina Kirchner decidieron acumular poder de un modo heterodoxo para nuestra historia política reciente: lo hicieron “desnaturalizando” la creencia en pilares intocados que confunden su propio ser con el de la República. La cúpula eclesiástica, la Sociedad Rural, los añoradores civiles y militares de la última dictadura, los grupos financieros transnacionales, los organismos internacionales de crédito, las fuerzas políticas que en el mundo desarrollado sostienen el credo neoliberal, entre otros sectores, se cuentan entre sus adversarios. Tampoco escasearon los conflictos hacia el interior de su propia fuerza, con la estructura política y sindical que provee el soporte fundamental a la acción de gobierno. ¿Qué significa la apelación retórica a la unidad nacional, enunciada por un sujeto político de estos antecedentes?
No faltarán quienes desde diferentes perspectivas cuestionen la apelación presidencial, invocando diferentes usos que ha tenido en la historia nacional. Efectivamente, la unión entre los argentinos fue sistemáticamente empleada para silenciar disensos y preparar el terreno social y cultural de la implantación de regímenes antidemocráticos. Desde otro ángulo, la expresión puede ser interpretada como el santo y seña de cierto “retorno a la normalidad”, de un giro hacia la moderación, necesario en un marco mundial inestable y peligroso. Los acontecimientos dirán qué parte de razonabilidad tienen estos reparos. Pero, en términos conceptuales, la invocación de la unidad nacional no es necesariamente el preludio del unanimismo ni el adelanto del freno de un proceso de cambios.
La unidad nacional no es un hecho metafísico, al margen de la historia. Cada época discute el significado específico de la unidad nacional. La síntesis no es el fruto de un acuerdo logrado a través de la deliberación racional sino el resultado concreto de las luchas políticas. Sin unidad nacional no habría, por ejemplo, ni federalismo, ni impuestos, ni sistema de derechos y obligaciones. La existencia de la patria no es un hecho de la naturaleza sino una construcción política. Como tal, está siempre expuesta a las controversias y a los conflictos. Al mismo tiempo, una nación no puede ser la sola sucesión interminable de conflictos por la hegemonía: los ciclos agonísticos demandan ciertos cierres políticos que no hacen desaparecer las querellas pero generan nuevos equilibrios y nuevas instancias de disputa.
La escena a la que estamos asistiendo en estos días posteriores a las primarias de agosto tiene todas las características de un final de ciclo. No es el final que habían previsto quienes apostaban a la apertura del “poskirchnerismo”, pero puede percibirse como muy complejo e improbable que la matriz política argentina permanezca inmune después del terremoto electoral ocurrido y el que se insinúa para octubre. Por lo pronto, muchos de los actores políticos principales del último período parecen condenados a una salida más o menos inminente del centro de la escena. Algunos pugnan por mantener una banca en el Congreso, otros asisten a una impugnación generalizada proveniente de sus propias filas y no faltan quienes ya registran y aceptan la realidad y asumen sus nuevos roles menos lúcidos que hace un tiempo.
Pero así como el fracaso opositor no es una mera cuestión de desempeños individuales poco felices, tampoco la transformación que se insinúa se limita a un superficial maquillaje. Lo que está en crisis es una metodología de acumulación política. Una metodología que se pensó desde los sentidos predominantes hoy en crisis en el mundo y que se propuso como la defensa de una normalidad política actualmente agrietada y de valores hoy puestos en cuestión. La idea de que no podía estabilizarse un proceso que desafiaba a las fuerzas percibidas como el país real -no de modo revolucionario, pero sí con un pragmatismo sumamente audaz- animó la estrategia opositora. Más allá de malentendidos y de errores, esa resistencia de los poderes fácticos fue la clave del fenómeno de la polarización política en estos años. Y la polarización no puede ser eterna; su hábitat son los procesos de cambios de relaciones de fuerza política y cuando éstos se estabilizan es cuando se alcanzan nuevos equilibrios.
El contexto actual de la discusión sobre la unidad nacional es el de un fin de “ciclo corto”, el que se abrió con la crisis agraria y el abierto desafío a la gobernabilidad democrática que vino de los grandes poderes económicos, coordinados por las corporaciones mediáticas. Pero también hay un ciclo largo que podría estar agotándose. Es el de las peripecias que frustraron la gran promesa de la democracia recuperada en 1983. Es el ciclo que empezó con la propuesta de un estado de derecho capaz de constituirse en pilar de la recuperación estatal y social del país y fue hundiéndose en las aguas de la crisis. Así como la hiperinflación de 1989 fue el acto resolutorio del fracaso de la pretensión de fundar una democracia sólida sin la transformación de sus relaciones de poder, el colapso de diciembre de 2001 escenifica el fin de una ilusión de prosperidad periférica de un país entregado a los designios de poderes no surgidos del juego democrático.
El kirchnerismo es el emergente de ese proceso crítico. No es un producto generado en laboratorios ideológicos; es hijo de una tradición popular y de su entrecruzamiento con la lucha política de estos años. No están equivocados los críticos que dicen que todo lo que se hizo en estos años desde el Gobierno tuvo como horizonte la acumulación de poder. La carencia de la crítica consiste en que toda la política gira en torno a la conquista, mantenimiento y reproducción del poder y la discusión real en una democracia es si ese poder se ejerce desde la vigencia irrestricta de la soberanía popular y la libertad política o bajo el sistemático tutelaje de poderes que se conforman y se sostienen al margen de las instancias democráticas.
El punto principal del nuevo equilibrio, en cuyo marco se discute la soberanía popular, es ése: el de la voluntad de autonomizar la política de los poderes fácticos como condición de una auténtica democracia. Con esa referencia primordial, lejos de debilitarse el pluralismo y el debate de ideas diferentes, se fortalece, porque es el resultado de la discusión política libre y no la imposición de los poderosos lo que determina el contenido de las decisiones. ¿Está dispuesta la dirigencia política a jugar este juego? ¿Está en condiciones la oposición de dejar de ser mediático-dependiente y validar sus pretensiones en un proceso de construcción política de identidades y valores? Por lo pronto, la oportunidad consiste en que, llamativamente, son las figuras y los grupos más contumaces en la práctica de la “política-escándalo” y del vale todo (incluso las apuestas visiblemente opuestas al interés nacional) los que se insinúan como los más duramente derrotados por este ciclo electoral.
Claro está que Cristina Kirchner tiene la responsabilidad principal por la suerte de este nuevo capítulo político. Su capital político es inmejorable. Sus adversarios más enconados pierden gran parte de su peso. Está en juego su disposición y capacidad para encabezar la puesta en acto de este nuevo ciclo y demostrar que es posible la articulación entre la necesaria profundización de los cambios y una vida política que no se piense a sí misma siempre al borde del abismo.

Fuente: Debate - 30/09/2011

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